domingo, 19 de febrero de 2017

La verdadera atracción

Sus manos se posaron sobre él suavemente. Con delicadeza, fue recorriendo el cuerpo que tenía delante con sus tibios dedos. Disfrutando de cada segundo, de cada milímetro palpado como si fuera la culminación de un momento ansiado. El olor que desprendía le hacía estremecerse, incluso cerrar los ojos para dejarse llevar por aquella fragancia embriagadora sin parangón. Con un resorte casi imperceptible, con todas las terminaciones nerviosas desembocando en sus manos, al fin se decidió a abrir aquel tomo ajado que tenía sobre el regazo. Una y otra vez fue pasando sus páginas, rozando las esquinas del áspero papel con la yema de sus dedos. Devorando una tras otra con fruición.

Black and white, book, girl, old, photography, reading.

Una pasión frustrada, un amor olvidado, una relación condenada al fracaso, un deseo inefable. Todo lo había vivido reflejado en esos universos de papel que ya lo sabían todo. No había historia que se les resistiera ni sentimiento que no hubiera sido narrado antes. Esos volúmenes grandes o pequeños, viejos o nuevos, parecían adelantarse a todos sus movimientos, riéndose de las musas y mofándose de todos aquellos que creían descubrir el mundo tras los cristalinos ojos de un compañero de viaje. En la sombra. Sin hacer ruido. Esperando el momento adecuado para ser leídos. "Cuánto se pierden", pensó con una ligera sonrisa en sus perfilados labios.

Horas después se encontraba caminando por el angosto pasillo hacia el cuarto de baño donde un cubilete de plástico daba cobijo a dos cepillos de dientes. Uno de ellos parecía no usarse desde hacía tiempo. Con apatía acumuló un poco de agua en sus manos y sumergió su cara en ellas; quizá para despejarse o quizá para borrar el rastro perlado dejado por sus propias lágrimas. Sólo conocía una forma de deshacerse de aquella sensación que tenía adherida al cuerpo y a la mente como una incómoda prenda de ropa. Una única forma de seguir adelante, de librarse de aquel miedo cerval y de volver a recuperar la rutina añorada. Un camino para volver a ser feliz.

Con una celeridad inusitada cerró la puerta tras su chaqueta y salió a la calle para descubrir un sol radiante que hasta entonces había estado oculto por las gruesas cortinas corridas de su vivienda. Sabía hacia donde debía ir. Una calle transitada, adoquinada hasta donde se perdía la vista, flanqueada por puestos repletos de libros, facsímiles, novelas gráficas y demás odas al papel y las letras. Era consciente de que buscaba una quimera. Su intento por rescatar aquel libro que, tiempo atrás, arrastrada por la amargura y la desazón, vendió para perder de vista una deliciosa dedicatoria se antojaba una tarea imposible. Aun así lo intentó. Preguntó y manoseó. Observó y trasteó. Pero no obtuvo recompensa. El reencuentro con ella misma debía postergarse, quien sabe si para siempre.

De pronto una idea cruzó su cabeza. Porque eso era: una remota idea. Ni de lejos una solución. Se alejó de aquel santuario del saber tan rápido como había llegado, sólo para acudir a otro lugar de peregrinaje de las hojas y la tinta. Debía encontrar un ejemplar nuevo de aquel propio que no había podido hallar. El mero título le hacía rememorar los suaves trazos que se dibujaban en su tez mientras recibía el aseado obsequio. Horas y horas de sábanas, tazas de café, sonrisas y risas escoltando el sumo placer de la lectura. Él se fue para no volver pero su esencia permanecería siempre y cuando fuese capaz de recordar lo que les unía. "Aquellas personas capaces de vivir en los recuerdos de los demás nunca se irían del todo. Serán eternos"; pensó mientras abrazaba aquel libro, como a un viejo amigo.

Porque la felicidad puede estar en dos cepillos de dientes en un mismo cubilete de plástico pero el amor es la voluntad de dos personas que desafían al frío invierno en una parada de autobús para disfrutarse el uno al otro. O dos almas que viven a través de las páginas de un libro que un día unió sus caminos para siempre, sin importar las circunstancias. El amor es conectar la lectura con un contexto, un momento o una persona especial. Los libros consiguen que el sujeto viva mil historias, mil vidas pero también son contenedores de recuerdos y de personas. Y mientras estos sigan siendo leídos -a cuentagotas en bibliotecas semivacías, a pequeños sorbos en divanes apolillados-, conectarán miradas, lugares y, sobre todo, personas.



martes, 14 de junio de 2016

Historias de fútbol

Una mirada atrás siempre nos proporciona el consuelo que necesitamos. Cuando el calor se hace evidente y salir a la calle se convierte en una auténtica proeza recordamos, cada año par, que un puñado de futbolistas hipoteca sus vacaciones, avalados por la ilusión de todo un país, para marcharse a cualquier rincón del globo para reunirse con la flor y nata del deporte rey. Uno, que aún no se ha repuesto de los éxitos o los fracasos del club por el que se desvive, se da cuenta que tiene una segunda oportunidad, materializada en sedes, himnos y sueños.

Debido al formato clásico de este tipo de torneos, no nos es difícil situar los precedentes. De dónde venimos y a qué aspiramos. Con quién vamos a disfrutar cuando ruede el balón pero también, con quién lo hicimos dos años atrás, cuando por primera vez en setenta y dos meses recuperamos las lágrimas en detrimento de los gritos de júbilo. Al fin y al cabo es eso. Para la regularidad y la monotonía ya tenemos trofeos similares temporada tras temporada con los nombres de los ganadores grabados desde un principio. Pero el verano es nuestro. El fútbol estival es la infancia que dejamos en nuestras calles cuando nuestros padres nos gritaban que iba a comenzar el partido de España. En Inglaterra, Bélgica o Portugal. El lugar carecía de importancia desde el epicentro de tu mundo: el sofá de casa rodeado por los tuyos. Todos hemos cambiado mientras el fútbol seguía ahí.

Mi abuelo lloró con Arconada y el balón más traicionero de la historia. Mi padre lloró al no poder intermediar entre Julio Salinas, Luis Enrique y Mauro Tassotti. Y yo lloré cuando vi a Zubizarreta acompañar con la mirada un cuero que iba acompañado de un billete de vuelta a casa. Pero también lloré en Johannesburgo, después de casi ciento veinte minutos de agonía, de un tobillo prudente y de un silencio atronador. En aquel momento un país entero se dio cuenta de lo que pasó por alto un par de años antes: la Historia es un ciclo de lágrimas, aunque unas veces corren bajo un abrazo de consuelo y otras, tras un mar de alegría.



Moacir Barbosa, triste protagonista en la final de 1950, murió hace dieciséis años, convertido en villano durante medio siglo por un crimen que no cometió. Es el fiel reflejo de aquel tópico que señala que el fútbol es más que un deporte. Es una forma de entender la vida. Una manera de medir el tiempo y de situarse frente a lo que está por venir. Es una larga prórroga donde mente y cansancio pugnan por sobrevivir. Es pasar por el Arco del Triunfo, no importa en qué estación del año, y ver allí la silueta de un argelino erigido como héroe de Saint-Denis y de toda Francia. 

La conciencia histórica es tan especial que te permite volver a casa después de un par de meses o de cuatro años, sentarte frente a la televisión o alrededor de la radio, junto a los tuyos y recordar a Alcides Ghiggia, a Pelé, a Maradona y a Cruyff. Vivir como si fuera ayer el sabor amargo de una goleada a Bulgaria, acompañar el golpeo de Wiltord en el tiempo de descuento de una final y poner los ojos como platos viendo a un griego levantar un trofeo. El fútbol es compartir la impotencia y la rabia de Helguera sin importar cuántos miles de kilómetros medien entre vosotros; blasfemar "joder, otra vez igual que siempre" y aislarte del mundo. Pero también es convertir Viena en un punto de peregrinación, asociar las "bubuzelas" con Albacete y ser los últimos en regresar de Kyev.

La vida pasa entre campos de albero y tapetes verdes e inmaculados con un himno de fondo, presidiendo sueños y esperanzas. Desde que fantaseas con protagonizar el partido del siglo hasta que te das cuenta de que sin tus compañeros no hay éxito posible. El futbolista sabe que está escribiendo la siguiente página de un libro centenario, cuya lectura se antoja como el único remedio para olvidar los obstáculos de cada día. Se enfunda una camiseta hecha con hilo de cada hogar y es capaz de representar a toda a una nación. Comparte el calor contigo  y juntos, ignoráis el tiempo que ha pasado desde la última vez que fabricásteis una sonrisa.

lunes, 6 de junio de 2016

El café

La simple visión de aquella calle larga y empedrada le agotaba. Llevaba horas caminando, sin rumbo fijo, y la agradable temperatura que reinaba en la ciudad cuando salió de casa se estaba tornando poco a poco en un sofocante calor, propio de la estación estival. A pesar de ello apretó el paso. Ante la idea de regresar a casa, que apenas estaba a dos kilómetros de distancia, decidió sentarse en algún lugar a tomar algo. Un lugar abierto, sin cuatro paredes que lo asfixiaran y sin nadie a quien tener que dar explicaciones.

No tardó más de cinco minutos en encontrar un bar con unas mesas dispuestas al aire libre que satisficiera sus necesidades. Una hilera de mesas de metal se apilaba bajo blancas sombrillas, entre las cuales mediaban parterres que pedían a gritos un poco de agua para sus lastimeros inquilinos. Las sillas, de metal también, hacían un ruido desagradable al ser manipuladas, pero aquello era la menor de sus preocupaciones. Oteó una mesa libre en uno de los extremos del recinto y se dirigió hacia ella, tomando asiento y haciéndole señas al primer camarero que vio para que le llevara un café con leche. Una bebida fría le sentaría mejor pero necesitaba mantenerse despierto. Al fin y al cabo tenía mucho sobre lo que pensar y trabajo por hacer.

Mientras esperaba que el camarero volviese con su pedido, rebuscó en los bolsillos de sus desgastados vaqueros buscando su reproductor MP3. Una vez encendido, una lista de canciones antiguas empezó a sonar de forma aleatoria. En el momento en el que estaba tratando de reconocer la primera canción llegó su café. Dos sobres de azúcar y un monótono movimiento circular con la cucharilla sirvieron para dejarlo a su gusto. Un largo soplido y un breve sorbo. Aquella pista de reproducción le gustaba, no entendía por qué llevaba tanto tiempo sin seleccionarla. Una canción tras otra se fueron sucediendo hasta que su mirada se perdió en el horizonte, donde una fuente salpicaba a las palomas que se situaban alrededor buscando comida.

No supo cuánto tiempo pasó allí, solo que se sorprendió a sí mismo observando a la única otra persona que se encontraba sin compañía en aquella terraza: una mujer morena, de tez pálida y suaves manos cuyos dedos rodeaban una humeante infusión. A su lado, un libro cuya portada no alcanzó a identificar y un teléfono móvil. Ella también miraba hacia ningún lugar. Unos niños corrían y saltaban a unos metros de distancia; el alboroto que producían apenas parecía llegar a los oídos de aquella mujer. Probablemente habría querido aprovechar el espléndido día tomando algo mientras devoraba el último libro que había caído en sus manos, elucubró él. Recuerdos y pensamientos habrían acudido a su mente, haciendo imposible la lectura, hasta que ella, rindiéndose ante la evidencia, había optado por un descanso contemplativo.

La música seguía sonando. En ese momento, una canción lo transportó al pasado, concretamente tres años atrás. Era de noche y un autobús descendía por el mapa geográfico. Todos los viajeros dormían, o al menos parecían hacerlo. Un auricular reposaba en su oído derecho, mientras que el otro, se deslizaba hacia su pecho, donde permanecía en el oído izquierdo de su acompañante, a la cual rodeaba con un brazo protector. El café estaba frío.

Volvió a centrar su mirada en la mujer de enfrente, que seguía con la mirada perdida sin darse cuenta de que su infusión estaba corriendo la misma suerte que el café con leche. Una mirada mas concienzuda reveló unos ojos vidriosos, donde las lágrimas parecían estar a punto de desbordarse. Es posible que hubiera discutido con alguien. Eso explicaría el hecho de tener el teléfono móvil cerca, a la vista, a pesar de tener un pequeño bolso blanco descansando en el regazo. Quizás el libro era solo un pretexto para no hacer lo que estaba haciendo.

La curiosidad fue en aumento. No pudo evitar pensar en la historia de aquella mujer mientras la música seguía llegando a través del reproductor MP3, como un goteo incesante de nostalgia. Pensó que la mujer esperaba una llamada. La voz de alguien a quien no quería escuchar pero que a su vez lo necesitaba. Sus dedos ya no rodeaban el vaso sino que, unidos en un puño, sostenían descaradamente su barbilla. La panorámica que observaba parecía ser hipnótica, manteniéndola en un estado de letargo del cual parecía no quería salir jamás. Sí, definitivamente estaba pensando en alguien.

En ese punto tenía la mirada fija en ella sin ningún tipo de consideración. Ahora sonaba una canción que le hacía recordar al olor del pergamino, de la pasta de dientes y del césped recién cortado. Seguramente ella había sufrido un flechazo, y cuando las primeras semanas de flagrante ensimismamiento habían pasado se encontraba en una encrucijada de la que no podía salir. Una decisión fácil de tomar pero de difícil ejecución. Tal vez esa llamada que parecía esperar la sacara de dudas. Convertiría su melancólico y precioso rostro en un puñado de sonrisas que secaran de un plumazo sus húmedos ojos de color azabache. 

Sí, aquella historia tenía sentido. No podía ser de otra forma. Por segunda vez desde que se había fijado, ella cruzó las piernas. Su pie derecho se movía arriba y abajo, al compás del ritmo que solo él podía escuchar, haciendo de las curvas de sus estilizadas piernas un acertijo más para la historia que se estaba escribiendo en su cabeza. Ninguna persona debería llorar de esa manera. No era un llanto brusco que la hiciera gimotear, sino una hilera de lágrimas perladas que, poco a poco, iban descubriendo sus mejillas hasta morir en la mano sobre la que reposaba su cabeza. Dejaba entrever una pena que haría estremecerse a cualquiera, aunque desconociera la causa.

De repente, sin previo aviso, pestañeó y tomó consciencia de dónde estaba. Con un ágil movimiento cogió el libro y el teléfono móvil y se levantó mientras dejaba sobre la mesa el importe de la bebida que nunca llegó a probar. Él sintió ganas de levantarse, de decirle algo, pero la música había embotado su cerebro, hasta tal punto que no podía gesticular ni una sola palabra. Con pena por aquella historia que nunca sabría la vio alejarse por la plaza que había frente al bar, pensando en la conversación que no había tenido. También se levantó.

Pero no se movió del sitio. Se descubrió palpándose las mejillas, en busca de un pequeña lágrima. Ahora era él quien tenía los ojos vidriosos. O quizás habían sido sus ojos en todo momento y no los de ella los que se derramaban en silencio. Las elucubraciones sobre la historia de aquella mujer no eran más que una mirada atrás, hacia su propio pasado. Con el pretexto de aquella solitaria figura sentada a unas cuantas sillas de distancia, había proyectado todo lo que venía rondando su cabeza desde la noche anterior. El motivo por el que había salido a la calle aquella mañana para caminar sin más, sin destino ni propósito, solo para pensar. Se había equivocado. Claro que conocía la historia. Esa historia que se esforzaba en inventar y dotar de verosimilitud era suya, desde un principio. Aquella escena, de pie en la terraza, rodeado de una multitud pero sintiéndose más solo que nunca no era más que la última página del libro que se empeñaba en escribir con trazos errantes e irregulares. Una sucesión de canciones que significaban demasiado y un café que se había enfriado de tanto esperar.

martes, 12 de abril de 2016

La prisa y la pausa

Vivimos en una sociedad demasiado acelerada como para permitirnos el lujo de pararnos a reflexionar. Parar el reloj, el tiempo que sea necesario, para echar un vistazo al camino que hemos recorrido, hacia dónde nos ha conducido y a dónde pretendemos que nos lleve a partir de ahora. Una hoja de ruta que obedece a un estilo de vida predeterminado, donde parece que la masa social te obliga a cumplir ciertos requisitos para completar una etapa de nuestras vidas. Somos incapaces de poner en práctica aquello que decimos hasta la saciedad pero que en realidad no terminamos de creerlo: cada persona es un mundo y cada forma de vivir la vida depende de uno mismo.

Glorieta de Bécquer, Plaza de España, Sevilla

El pensamiento colectivo está supeditado a la edad. Ese enorme reloj de arena cuyos granos van cayendo uno a uno a velocidad de vértigo, emitiendo un sonido que no podemos ignorar y que nos empuja a precipitarnos hacia decisiones que quizá requieren mayor tiempo de reflexión. Yo prefiero pararme. Sentarme en un lugar tranquilo, con un café por delante y recordar todo aquello que merece la pena ser recordado. Los lugares que he visitado y han dejado misceláneas imborrables en mi memoria, las cosas que he ido aprendiendo por las buenas y por las no tan buenas, las personas a las que he conocido y que han plasmado su huella en cada parte de mí.

Son las relaciones con las personas las que, al fin y al cabo, te hacen ser lo que eres. Este sentimiento se acentúa cuando cierras una etapa de tu vida, con la esperanza de ir hacia adelante pero con la tranquilidad de que puedes mirar hacia atrás, sin remordimientos y sin cuentas pendientes. Sin rencores y sin reproches. Cada persona, al igual que cada lugar aporta algo. Todos hemos tenido la sensación de nostalgia al recorrer caminos que una vez dejamos de apreciar por la monotonía pero que, una vez tenemos la perspectiva que da el paso del tiempo, vemos con otros ojos. Una suerte de memoria gráfica que nos sorprende recordando momentos pasados mientras, quién sabe, una lágrima nos recuerda que nunca volveremos a ese instante.

El ritmo vertiginoso impuesto por esta nueva sociedad devora todas esas interacciones que nos permiten ver quién somos realmente. Merece la pena pararse de vez en cuando, tomarnos un tiempo para sacudir el polvo de nuestros zapatos y recordar la primera vez que nos perdimos por las calles de aquella ciudad especial, las primeras palabras que nos dirigió una persona que en aquel momento era una desconocida y hoy no nos imaginamos la vida sin ella; el primer trabajo realizado satisfactoriamente, la frase con la que comienza nuestro libro favorito o lo que es capaz de evocarnos una canción determinada. Detenernos, apagar el móvil e ignorar el reloj. Y una vez que el tiempo carece, paradójicamente, de valor recordar para nunca olvidar la primera sonrisa de todas aquellas personas que nunca se irán porque, a pesar del paso de los años y los kilómetros de distancia, esas sonrisas somos nosotros mismos. 

miércoles, 23 de diciembre de 2015

Fragmento 2

Todo es confuso. Cuando uno intenta alejarse del bullicio de la vida diaria, del ritmo frenético del acontecer de los días, de ese espejismo confortable al que llamamos rutina, recupera, parcialmente, la perspectiva sobre dónde está y sobre el camino que ha recorrido. Y a veces, solo a veces, hacia dónde quiere ir. Pero nunca deja de ser confuso. Nunca llegamos a ser objetivos respecto a nuestras experiencias personales. El subjetivismo lo ocupa todo. Inunda nuestra realidad como el agua recorre la desvencijada madera de un barco hundido, a merced del inexorable paso del tiempo. Solo cuando miramos a través de ese cristal empañado al cual conocemos como pasado, somos capaces de valorar nuestro presente, en una odiosa comparación que siempre acaba proclamando como vencedor al primero.



Tengo la costumbre de abordar todas estas cuestiones cuando viajo en el metro cada mañana. Sentado en uno de esos asientos con su longeva tela azul deteriorada por el uso, suelo acomodarme con la mirada perdida en la ventana que queda a mi lado donde una sucesión de paisajes, gasolineras y tiendas pasan ante mí sin llamar mi atención. Normalmente llevo algún libro con el que me entretengo siempre y cuando esa ventana no ejerza su magnetismo sobre mi atención. Es cuando me sumerjo en mis pensamientos cuando más rápido pasa el tiempo, cuando la travesía no se hace monótona, incluso a veces llega a resultar placentera.

En uno de esos días, cuando apenas comenzaba a acomodar la cabeza en el lateral del vagón dispuesto a imbuirme en mis ensoñación diaria, la vi. O creí verla. Apareció frente a mí como una simple desconocida, tomando asiento a unas filas de distancia. Habían pasado bastantes años desde la última vez que nuestras miradas se cruzaron, en aquella inhóspita calle desprovista de su habitual bullicio a causa de las horas intempestivas que nos cobijaban. Podría no ser ella -pensé en ese momento-. Al fin y al cabo las personas cambian, tanto en la realidad como en el plano de nuestros pensamientos. No son líneas paralelas, tan solo creemos que lo son. Nos perdemos en esas vicisitudes y llega un momento en el que no sabemos distinguir entre una imagen real y una distorsionada por nuestra idealización. En eso mismo pensé cuando la vi. Fue un breve segundo, apenas perceptible, porque a continuación la absurda de idea de acercarme tomó el mando. Pero, ¿qué podría decirle? Quizá ella no me recordaba. No quería pensar en ello pero era una posibilidad. Una muy cruel, por cierto. Quizá no recordara aquellos largos paseos por al ciudad que nos vio conocernos. Podría no haber guardado aquellos momentos en el lugar privilegiado en el que los guardé yo, simplemente pudo haberlos desechado, como se hace con aquello que nos sobra, que no nos aporta nada. Pero no podía ser así, de ninguna manera.

Pasaban los minutos, tal vez, o las horas. Quedé suspendido de la imagen de su hermoso perfil como aquel que se deleita durante décadas con el canto de un ruiseñor. Nunca me cansé de mirarla. Si lo hubiera hecho, años después no seguiría recordando aquellos días en los que su mera contemplación me bastaba para sobrevivir. Era mi alimento, mi oxígeno, mi todo. Una historia que parecía que nunca acabaría. Tuvimos nuestros buenos ratos, al igual que los malos, pero solo eran capítulos. No importaba qué pasara entre nosotros, solo necesitábamos pasar la página para volver a empezar, para volver a ser lo que fuimos en un principio, sin aludir a los reproches que nos sobraron ni a las agallas que nos faltaron. Pero la historia sí resultó tener fin.

Pero ¿y si no fue el final? ¿Y si esa coincidencia en la que no creíamos era una oportunidad de redención? El momento idóneo para dejar de imaginar esas líneas supuestamente paralelas y unirlas en un punto que evocara todo lo vivido hasta entonces, idealizado o no. Volverían esas conversaciones hasta que la noche claudicaba, hasta que el sol amenazaba con desvelar el secreto al que tan férreamente nos agarrábamos. Volverían las miradas cómplices, los jeroglíficos para el resto de mortales que para nosotros, sin embargo, tenían tanto sentido como la sucesión de las vocales. Podríamos desenterrar esa sensación que nos hacía mejores personas. Podría oler de nuevo su aroma y llenarme de él. Ese perfume natural que siempre me hacía girar la cabeza, estuviera donde estuviese, que me hacía pensar en ella. Y ahora, todo ello estaba tan solo al alcance de mi mano.

Me descubrí mirando un verde prado a través de la conocida ventana. No supe cuánto tiempo había pasado. Cuando logré salir a la superficie de mis ensoñaciones me atreví a echar un vistazo al vagón en el que me hallaba. Allí no había ninguna cara conocida. Se había marchado, y con ella, quizá la última ocasión de sacar la carta ganadora. Es posible que ella hubiera salido aprisa de aquel viejo vagón de metro o que, simplemente, nunca hubiera entrado. Si fue realidad o solo un producto de me imaginación, nunca lo supe. Una vez más me había sumergido en un pasado que nunca iba a volver. Un lastre que no sabía cómo dejar atrás. Una vez más estaba en aquel vagón esperando a alguien que nunca llegaría, ni siquiera una misiva que anunciara un final trágico. Nada.

martes, 1 de diciembre de 2015

Victoria Ocampo, la 'Beatrice' de Buenos Aires (I)

La imagen con la que reconocemos a Victoria Ocampo quizás no sea la más apropiada. La imaginamos altanera, vestida con un largo mantón de algún material exquisito. Mirada altiva, cabeza alta, orgullosa, coronada con un suave turbante emplumado. Atuendo prototípico de la clase alta a la que pertenecía por nacimiento, y del que ella intentó desmarcarse en cuanto sus inquietudes intelectuales empezaron a poblar su cabeza con una velocidad pasmosa.



Escribió una autobiografía compuesta por seis tomos, genialmente sintetizada por Francisco Ayala. Una obra que desde sus primeras palabras estaba destinada a ser publicada. Vería la luz de forma póstuma, a petición expresa de la autora. El género autobiográfico era un terreno casi virgen en el siglo XIX hispanoamericano, y más aún, para una mujer, a la que le estaba vetado cualquier tipo de libre pensamiento. Este tipo de obras es propio del ámbito religioso del Siglo de Oro, cuando las monjas, a petición de los párrocos, emprendían narraciones propias. La más famosa de todas ellas es posiblemente La respuesta a Sor Filotea, por Sor Juana Inés de la Cruz. Un aspecto interesante de la autobiografía seleccionada por el ya mencionado Francisco Ayala es el hecho de que un personaje masculino recoja unos textos de un tan marcado feminismo.

A pesar de ser una recopilación de sus memorias, estos textos no están exentos de la dualidad verdad/ficción. ¿Hasta qué punto pueden ser objetivos unas historias que tuvieron lugar 40 años atrás? ¿Es la autora consciente de la opacidad de su propio punto de vista? Victoria Ocampo deja claro en todo momento que no pretendía dejar a un lado la subjetividad. Empezó a escribir su autobiografía con 61 años por lo que sus recuerdos puede que no sucedieran como ella los narra sino como ella cree que ocurrieron. Estas memorias no obedecen a ningún patrón inquebrantable. Es evidente que el orden cronológico está presente en la narración pero no de forma inamovible. La muerte de su tía abuela Victoria es una tragedia para ella. Es la desaparición de un ser querido que irrumpe en su infancia; y cuando trata de rememorar su niñez, ese recuerdo hiende la historia sin importar si lo que ella pretende transmitir fue anterior o posterior.

Esto ocurre debido a la disputa entre el yo de la enunciación y el yo del personaje. Como ya hemos mencionado han pasado varias décadas desde esos momento y las perspectiva del tiempo hace acto de presencia. Al contrario que la Condesa de Merlan, Victoria Ocampo no tiñe su obra con nostalgia. Exceptuando los momentos en los que su gran amor, Julián Martínez, aparece, el texto es bastante sobrio y comedido. La autora se apoya en un diario para darle forma a su obra a través de la narración fluida pero también de las notas breves y las cartas, en un momento en el que el género epistolar estaba tan de moda.

Victoria Ocampo redactó su autobiografía en francés, una lengua que llegó a dominar incluso mejor que su lengua materna. Por ello, algunos fragmentos respetan la lengua original mientras que otros aparecen traducidos a pie de página. Su capacidad para hablar el francés, el italiano -tradujo La Divina Comedia-, un poco de inglés y por supuesto el español arrojan mucha luz a la brillantez de un personaje que fue crucial no solo en su Buenos Aires natal sino en todo el contexto hispánico.







jueves, 18 de junio de 2015

No te vayas nunca, Flaco

Nunca nadie sabe cómo empezar a hablar de él. Quien se atreve siente pánico y un sudor frío recorre su nuca. Intentar explicar con palabras qué significa Juan Carlos Valerón para el mundo del futbol es como hablarle a alguien del Guernica de Picasso o intentar describir la sensación que produce la novena sinfonía de Beethoven. Todo es insuficiente. Al igual que con cualquier obra de arte, al futbolista de Arguineguín solo se le puede disfrutar. Nada de intentar explicarlo.

Los que le han visto con qué elegancia pisa el verde saben de lo que hablo. Irrumpió en una década donde el físico lo era todo, y nos mostró que al fútbol se podía jugar de otra manera. Y qué manera.Juan Carlos Valerón iba a otro ritmo. Su cuerpo parecía apetecible para los defensores pasados de revoluciones, pero lo que ellos no sabían es que Valerón ya no estaba, ya los había rebasado. Su privilegiada cabeza iba siempre un paso por delante y cuando la espadas estaban en todo lo alto, su cerebro solo tenía que dar la orden.

Numerosos delanteros se nutrieron -y siguen haciéndolo- de su clarividencia. El cuero raseaba el césped buscando al 21, y Roy Makaay prácticamente ya estaba celebrando el gol. El Olímpico de Múnich aún recuerda aquella noche, donde los defensores bávaros se pasaron la noche persiguiendo fantasmas, mientras el mediapunta canario se deslizaba por el césped. Correr es un verbo demasiado vulgar para él, ya que daba la impresión de que apenas tocaba la hierba.
Foto: Nando Martínez | Vavel

Porque campos como el Camp Nou, Santiago Bernabéu, Delle Alpi o Highbury han sido testigos de su magia. Algunos de ellos fueron derruidos o remodelados. Por ejemplo, Highbury Park ahora es un bloque de edificios de clase alta, pero nunca perderá su esencia. No lo hará porque la historia nunca olvida a sus héroes. Todos recordarán dónde estuvo y qué hizo el genio. Porque Juan Carlos Valerón ya era aplaudido por todas las aficiones cuando Andrés Iniesta peleaba por subir al primer equipo del Barça. Porque cuando los diarios hablaron del tacón de Dios en referencia a Guti, algunos recordamos que el talentoso canario ya había patentado aquella jugada en el Vicente Calderón. Porque él nos enseñó a amar este deporte.

Mientras el fútbol está monopolizado por astros argentinos y lusos y mareantes traspasos, Juan Carlos Varlerón Santana sigue jugando al fútbol. Sigue reinventándose. Peleando por ascender a Primera División con la U.D. Las Palmas, acoplado en un doble pivote sigue dando clases de fútbol, haciendo que una entrada te parezca barata si tienes la oportunidad de verle. El Mago cumple 40 años. Su tiempo en la élite se agota inexorablemente aunque algunos todavía recordemos sus grandes jugadas y pensemos: no te vayas nunca, Flaco.

Puedes leer el artículo original aquí: Dépor_Vavel